Cuando llega la noche, dicen, aparecen todos nuestros demonios. Tenía miedo que anocheciera, pero por suerte, no estuve sola.
Así la vi, parada en la escalera, me quede quieta en el marco de mi puerta, una hora, dos, tres, el tiempo hacia lo que quería en mi esos días. La observe largo rato, me sonrío, no mencionó siquiera el tema “te vine a acompañar” me dijo, yo la abrace, pero siempre nos abrazábamos largo rato, parecía todo normal, un día normal.
Hablamos poco, puso una película, quizás comimos algo, quizás nos miramos un rato, nos acostamos en mi cama con los pies en la almohada mirando la tele, riéndonos a ratos. Me quede dormida.
En medio de la noche, cuando la película había empezado de nuevo por tercera ves, sentí una mano cálida sobre la mía, él cantaba una canción de cuna, una canción de juegos, de niños, de papá. Él lloraba despacio, yo también.
Se quedo unos minutos, me hizo cariño en el pelo, intente no tragarme las lagrimas, intente no lanzarme en sus brazos a bramar la angustia enorme que sentía dentro, el vacío enorme, el hoyo negro que pensé algún día se cerraría, se llenaría, no sé, algo, pero no, sigue ahí, pero ya no grita, gime tenuemente, como un perro bajo la lluvia, con miedo, con frío, solo, tremendamente solo.
Caí en ese enorme abismo, di saltos, la pesadilla me consumió de nuevo.
Con la vista borrosa, cegada por el sol, la vi sentada en el borde de mi cama “me tengo que ir”, la abrace fuerte y sonreí.
Años después, casi cuatro, en su cumpleaños me dijo que tenía miedo de que esa noche me suicidara, por eso fue, aunque tenía que viajar al día siguiente, yo ni siquiera lo había pensado, no pensé en nada, no supe de mi por mucho tiempo.
Fue la primera ves que la dejaron quedarse en mi casa, nunca la habían dejado, porque yo tenía un hermano mayor.
La vida pasa así, tan de lejos, en el reflejo de los ojos de otra persona.
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