El cielo estallaba en un gran fulgor blanco que en segundos
nos dejaba el delicioso resplandor de la desolación, de estar indefensos. La
tormenta quería dejarnos sordos, quería que a lo lejos no se escuchara nuestro
grito de ayuda. Estábamos aislados y el
agua amenazaba con ahogar mis pulmones, la selva boliviana abrió sus fauces,
nos tragó.
El verde se volvió ruidoso y caí rendida ante una bailarina
que graciosa me mostraba el musgo por entremedio de sus piernas, la seguí entre
la selva que intentaba ocultarlas recelosa, corrían veloces y sus risas nerviosas rebotaban en un tétrico eco,
corrí desesperada y de pronto todas se habían detenido, el viento rugía
enfurecido y chocaba frío y caliente sobre mi, en unos segundos sus entrañas se
iluminaban y podía verlas de nuevo quietas, enraizadas al húmedo suelo.
Una mariposa carnívora camino lentamente sobre mi hombro,
las bailarinas intentaban zafarse, yo tampoco podía moverme, los grandes ojos
negros de la mariposa se derretían, de a poco su tinta resbalaba por mi brazo,
el rojo y el azul se volvían morado, el verde y el amarillo me dejaron con la
piel café, las bailarinas chillaban, la tierra no las dejaba correr, su carne
se abrió en un orificio vertical por el cual la sangre y la sabía se mezclaban,
los bichitos llegaron a refugiarse de la tormenta, en ellas construían su casa.
El miedo ahogaba mis oídos y me abrace a una de sus patas, la
lluvia cesó y el musgo había cubierto mi piel, en mi interior rebosaba la
sabía, una libélula se batió en mis pestañas y entró por la cuenca vacía de mis
ojos, quedó de cabeza colgando del revoltijo rosa mirando hacia fuera, en mi
boca dos mosquitos envueltos descansaban sobre una telaraña.