Me senté a su lado y la nieve sobre sus ojos le impidió
verme, sus empolvados oídos tampoco advirtieron mi presencia y creí que el
fantasma era yo.
Ivonne me miró con evaporados ojos azules, vio más allá de
mi. Vio una española manejando el único auto que había en la Isla Margarita,
vio el atardecer en la playa Juan Griego o "los griegos" como la llamaba ella donde conoció al gobernador y vio
a su gran amor tan cerca que pestañeo y su universo volvió junto al mío. Yo
sudaba, pero en su cuerpo no había humedad. Abrí las ventanas para saborear el
intenso verde de el Ávila que se abalanzaba sobre nosotras y el ajetreo de
Caracas inundó la habitación. Ivonne ahogada de luz esta vez parecía un ángel,
dirigió su mirada a una escultura y a otra, eran todas la misma en distintos
materiales, a mi mamá le dijo que eran Don Quijote y Dulcinea dándose un baño,
a mi me dijo que estaban haciendo el amor. Puse un disco viejo para callar mis
pensamientos y observé bailar los cuadros que adornaban su pared, apenas había
espacio entre ellos, todos fueron pintados por su hermano menor, excepto mi
favorito, un dibujo de Ivonne sentada en un café de Roma en los años ’40, era
hermosa con las perlas que colgaban de su cuello y lucía ojos de femme fatale.
En sus muchos baúles reposaban postales de todo el mundo, cartas
de amor y fotografías de jóvenes adinerados sobre un yate, con hombres
sonrientes, mostrando orgullosos músculos a las recatadas damiselas que con una
mano cubrían una coqueta carcajada.
En la decoración de la casa se notaba la ausencia de hijos y
el anhelo de un marido que partió demasiado joven. Cuando no pudo más con sus
recuerdos enloqueció para olvidar, en ataques de furia rompía sus esculturas e
insultaba a las enfermeras.
La segunda vez que la visite le conté que viajaría a su
amada Isla margarita, me pidió que fuera
a la Iglesia y le rezara tres aves maría.
Cada día que me veía debía presentarme de nuevo, tomaba
fuerte mis manos y yo sentía como si quisiera robar un poco de mi vida. Intentaba calentar sus huesudas
manos entre las mías, en las tardes me sentaba en uno de sus sitiales Luis XIV
frente a ella. Yo la admiraba, sus viajes, su arte, sus amores y los muchos
idiomas en los que sabía brindar. Ella olvidaba mi rostro al caer el Sol hasta
que ya no notó mi presencia y me acostumbre a observarla por el espejo de su
puerta, desde su cama no me podía ver. Sus alaridos atormentaban mis noches
cada vez con más frecuencia, el sudor se volvía frío en mi espalda cuando decía
que no quería morir por que había sido mala, debí haberle dicho que el infierno
somos nosotros.
El último día quedo en el mutismo perplejo de quien espera.
Los espectros que nos rodeaban no emitían sonido alguno,
esperaban pacientes el último bufido, esa nube de polvo que saldría de su
pecho.
Ella nos ignoraba, sumida en un limbo inconsciente, un
tormento horrible, huracán de imágenes suspendidas en el ovalo inerte que ya no
recibía suficiente luz para sacarla de su oscuridad.
La antimateria recorría de a poco su cuerpo, depuradamente
iluminaba el contorno y alisaba los pliegues de su piel a cambio de una
ficticia juventud que adoptaba el color de sus venas.
El frío se apoderó de la habitación, me percaté, no sé
después de cuanto tiempo del ronroneo en el tocadiscos que no bailaba canción.
Me pareció imposible moverme, estaba conmovida por el
instante, no pude emitir sonido, estaba atada a ese silencio, a la mirada de
los espectros que observaban con
curiosidad el sudor crispado sobre mis brazos.
Hubo una desesperación infinita, la angustia bloqueo mi
garganta, corrí hacia el tocadiscos y lo voltee rápidamente mientras se
erizaban los huesos de mi espalda. Sentí como la ráfaga arrancaba por la
ventana , corrí a cerrarla pero ya estaba todo en calma, la observé por última
vez, su mano colgando a un costado, su piel transparente y ese atardecer en Juan Griego bajo sus pestañas.
Dedicado a Ivonne y a su enfermera Lina a quien ella tanto amo.